di Amadeo Martín Rey Cabieses
La monarquía encarna, en aquellos países
donde la disfrutan, un feliz equilibrio entre tradición y modernidad. El
monarca y su familia unen en sus personas la historia -los hechos gloriosos que
llevaron a la fundación de la nación o a su unificación- con la más vigente
actualidad. Quienes achacan de anacronismo a la monarquía olvidan que entre los
países más modernos del mundo figuran varias monarquías constitucionales y
parlamentarias que han llevado a sus naciones a la cima del desarrollo, del
bienestar y la pujanza económica, propiciando además el mantenimiento de la paz
interior y exterior, impidiendo que fuerzas centrífugas disgreguen a sus
pueblos. El monarca no es elegido y en ello radica su independencia y su
capacidad de aglutinar a toda la nación en torno a sí. No se debe a ningún partido
y puede, por eso mismo, como dijo Don Juan Carlos I, ser “el Rey de todos los
españoles”. El hecho de que sea una dignidad hereditaria facilita que quien va
a ser el monarca, es decir, el príncipe heredero, sea educado desde la cuna
para el papel que va a desempeñar. Nadie en la nación puede tener una
preparación más completa para una función tan compleja. Ningún embajador es
mejor que el monarca que, gracias a sus vínculos internacionales y a
representar de modo perfecto a la nación, puede así facilitar acuerdos
comerciales y allanar obstáculos para los tratados más variados. Muchos hablan
de que el cuarto poder es la prensa. Yo diría más bien que, en una monarquía,
el verdadero cuarto poder es el monarca que ejerce el poder moderador o
arbitral facilitando las relaciones entre las distintas instancias del Estado y
las fuerzas sociales, aconsejando, advirtiendo, y siendo consultado –en
palabras de Bagehot- y sugiriendo el mejor modo de limar asperezas y sortear
dificultades. Es un mito arcaico decir que las monarquías son caras. Los
presupuestos de las jefaturas del Estado en muchas repúblicas superan con mucho
los de las modernas monarquías europeas en los que la austeridad no está reñida
con una hermosa plasticidad. Así es, el gozo estético y el íntimo y
legítimo orgullo que produce contemplar una entronización o una coronación
exceden a cualquier anodina toma de posesión de un presidente de república.
Quienes disfrutan de una monarquía deberían cuidarla y mantenerla y muchos de
quienes ya la perdieron deberían sopesar la posibilidad de volver a ella.”
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